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Portada de Microsoft Word - El castillo de Llyr.doc

Microsoft Word - El castillo de Llyr.doc

Autor: Administrador

Temática: General

Descripción: Y, sin más preámbulos, sin tomarse ni tan siquiera el tiempo necesario para exprimir un poco su capa, hizo tal reverencia que Taran temió que el joven fuera a perder el equilibrio. Volvió a erguirse y, con voz solemne, proclamó: —En nombre de Rhuddlum, hijo de Rhudd y de Teleria, hija de Tannwen, rey y reina de la isla de Mona, saludo a la princesa Eilonwy de la casa real de Llyr, y a..., bueno, al resto de vosotros —añadió, parpadeando a toda velocidad como si acabara de pensar en algo—. Tendría que haberos preguntado cuáles eran vuestros nombres antes de empezar. Taran, sorprendido y un tanto molesto ante una conducta tan peculiar, dio un paso hacia adelante y se encargó de presentarle a los compañeros. El joven le interrumpió antes de que pudiera preguntarle su nombre. —¡Espléndido! Tenéis que volver a presentaros después, uno por uno, si no quizá me olvide de vuestros nombres... Oh, veo que el capitán nos está haciendo señas. Estoy seguro de que debe tratarse de algo relacionado con las mareas. Siempre anda preocupado por ellas... Es la primera vez que dirijo una expedición —siguió diciendo con orgullo—. Es sorprendentemente fácil. Lo único que debes hacer es decirle a los marineros... —Pero ¿quién sois? —le preguntó Taran, perplejo. El joven le miró, pestañeando. —Oh, ¿no os lo he dicho? Soy el príncipe Rhun. —¿El príncipe Rhun? —repitió Taran con incredulidad. —Cierto, cierto —respondió Rhun sonriéndole afablemente—. El rey Rhuddlum es mi padre; y, naturalmente, la reina Teleria es mi madre. ¿Qué os parece si vamos embarcando? No me gustaría poner nervioso al capitán; realmente se preocupa mucho por esas mareas... Coll abrazó a Eilonwy. —Creo que cuando volvamos a verte no te reconoceremos —le dijo—. Serás una princesa soberbia. —¡Quiero que me reconozcan! —gritó Eilonwy—. ¡Quiero ser yo! —No temas —le dijo Coll, guiñándole el ojo. Se volvió hacia Taran—. Y tú, muchacho... Adiós. En cuanto vayas a regresar, manda a Kaw para que me avise y te recibiré en la bahía de Avren. El príncipe Rhun le ofreció su brazo a Eilonwy y la ayudó a cruzar la pasarela. Gurgi y Taran les siguieron. Taran, que ya se había formado cierta opinión sobre la agilidad de Rhun, no quitó ojo a la princesa hasta que Eilonwy se encontró sana y salva a bordo de la nave. La embarcación era sorprendentemente espaciosa y bien provista. La cubierta, bastante larga, tenía a cada lado bancos para los remeros. En la popa se alzaba una gran estructura en forma de cuadrado, coronada por una plataforma. Los marineros hundieron sus remos en el agua y llevaron la nave hasta el centro del río. Coll les siguió, trotando a lo largo de la orilla y saludándoles con la mano. La embarcación dobló una curva del río, que seguía haciéndose cada vez más ancho, y el viejo guerrero desapareció. Kaw se había posado en la punta del mástil: la brisa silbaba por entre sus plumas y estaba agitando las alas con tanto orgullo que más parecía un gallo negro que un cuervo. La distancia hizo que la orilla fuera volviéndose gris, y la embarcación avanzó hacia el mar. Su primer encuentro con Rhun había logrado dejarle perplejo y vagamente irritado, pero Taran ya estaba empezando a desear no haber conocido al príncipe. Taran había tenido intención de hablar a solas con Eilonwy, pues había muchas cosas que su corazón anhelaba contarle. Pero cada vez que lo intentaba, el príncipe Rhun parecía surgir de la nada, con su redondo rostro iluminado por una sonrisa jovial, gritando «¡Hola, hola!», un saludo que Taran iba encontrando más irritante con cada nueva repetición.

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Portada de Microsoft Word - El gran Rey.doc

Microsoft Word - El gran Rey.doc

Autor: Administrador

Temática: General

Descripción: Taran no tuvo ocasión de replicar, pues alguien se apoderó de su mano y empezó a estrecharla vigorosamente haciéndola subir y bajar a gran velocidad. —¡Hola, hola! —exclamó un joven de ojos azul claro y cabellos color de paja. Su capa adornada con hermosos bordados parecía haber quedado empapada y haber sido colgada luego a secar. Los cordones de sus botas, rotos en varios puntos, habían sido recompuestos mediante enormes nudos que colgaban a un lado y a otro. —¡Príncipe Rhun! Taran casi no le había reconocido. Rhun estaba más alto y delgado, aunque su sonrisa seguía siendo tan grande y jovial como siempre. —Rey Rhun, en realidad —respondió el joven—, ya que mi padre murió el verano pasado. Ésa es una de las razones por las que la princesa Eilonwy se encuentra aquí ahora. Mi madre quería que se quedara en Mona con nosotros para completar su educación. ¡Y ya conoces a mi madre! La educación nunca se habría acabado, a pesar de que Dallben había enviado un mensaje diciendo que Eilonwy debía volver a casa. Bien, al final tuve que imponer mi voluntad —añadió orgullosamente—. Ordené que aparejaran un navío y zarpamos del puerto de Mona. ¡Es asombroso lo que puede llegar a conseguir un rey cuando decide poner manos a la obra! Y hemos traído a alguien más con nosotros... —dijo Rhun, y señaló la chimenea con la mano. Su gesto hizo que Taran se fijara por primera vez en el hombrecillo regordete que estaba sentado al lado del hogar con una marmita entre las rodillas. El desconocido se lamió los dedos y contempló a Taran arrugando su nacida nariz. No hizo ningún intento de levantarse, y se limitó a asentir brevemente con la cabeza, lo que hizo que la no muy abundante franja de pelos que rodeaba su bulbosa cabeza se agitase como un matorral de algas sumergidas. Taran le observó sin creer en lo que veían sus ojos. El hombrecillo se irguió y sorbió aire por la nariz mientras adoptaba una expresión entre altiva y ofendida. —Nadie debería tener problemas para acordarse de un gigante —elijo con voz malhumorada. —¿Que si me acuerdo de ti? —replicó Taran—. ¡Cómo no iba a acordarme! ¡La caverna de Mona! Pero la última vez que te vi eras más..., más grande, y eso sin exagerar. Pero no cabe duda de que eres tú... ¡Sí, es él! ¡Es Glew! —Cuando era un gigante muy pocos me habrían olvidado tan deprisa —dijo Glew—. Por desgracia las cosas son como son y lo pasado pasado está. Bueno, en la caverna... —Has conseguido que vuelva a empezar —murmuró Eilonwy volviéndose hacia Taran—. Ahora seguirá hablando y hablando de los gloriosos días en los que era un gigante hasta que acabes tan harto de oírle que apenas podrás tenerte en pie. Sólo parará para comer, y sólo parará de comer para hablar... Puedo comprender que coma de esa manera, ya que pasó mucho tiempo alimentándose únicamente de hongos; pero cuando era un gigante debió de ser muy desgraciado, y cualquiera pensaría que querría olvidarlo. —Sabía que Dallben envió a Kaw con una poción para encoger a Glew devolviéndole a su tamaño normal —dijo Taran—, En cuanto a lo que le ha ocurrido después de eso, no sé absolutamente nada. —Eso es lo que le ha ocurrido —replicó Eilonwy—, En cuanto logró salir de la caverna fue directamente al castillo de Rhun. Nos aburrió a todos hasta extremos indecibles con esas interminables historias suyas que no tienen ni pies ni cabeza, pero daba tanta pena que nadie se atrevió a echarle del castillo. Cuando zarpamos nos lo llevamos con nosotros pensando que sentiría una inmensa gratitud hacia Dallben y querría agradecerle personalmente lo que había hecho por él. ¡Pues no! Casi tuvimos que retorcerle las orejas para conseguir que subiera a bordo... Ahora que está aquí desearía que le hubiéramos dejado donde estaba.

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Portada de Microsoft Word - El libro de los tres.doc

Microsoft Word - El libro de los tres.doc

Autor: Administrador

Temática: General

Descripción: —Hay otras cosas que no sabes —dijo Dallben—, por la sencilla razón de que no te las he contado. Por el momento no me preocupan tanto los reinos de los vivos como la Tierra de los Muertos, Annuvin. Taran se estremeció ante esa palabra. Hasta Dallben la había pronunciado con un murmullo. —Y el rey Arawn, Señor de Annuvin —dijo Dallben—. Entérate de esto —prosiguió rápidamente—, Annuvin es algo más que una tierra de muertos. Está llena de tesoros, no sólo oro y joyas, sino toda clase de cosas provechosas para los hombres. Hace mucho tiempo, la raza de los hombres poseyó esos tesoros. Mediante la astucia y el engaño, Arawn se los robó uno a uno para sus propios y malignos fines. Algunos de tales tesoros le han sido arrancados, aunque la mayoría están escondidos en lo más hondo de Annuvin, donde Arawn los vigila celosamente. —Pero Arawn no llegó a ser gobernante de Prydain —dijo Taran. —Puedes dar gracias de que no llegase a serlo —dijo Dallben—. Habría llegado a gobernar de no ser por los Hijos de Don, los hijos de la Dama Don y su consorte Belin, Rey del Sol. Hace mucho tiempo viajaron a Prydain desde la Tierra del Verano y hallaron que este país era bello y feraz, aunque la raza de los hombres poco tenía para sobrevivir. Los Hijos de Don construyeron su fortaleza en Caer Dathyl, muy lejos al norte, en las Montañas del Águila. Desde allí, ayudaron a recobrar al menos una parte de lo que Arawn había robado, y permanecieron como guardianes contra la amenaza que nos acecha desde Annuvin. —Odio pensar lo que habría sucedido si los Hijos de Don no hubiesen llegado —dijo Taran—. Fue el buen destino quien los trajo. —No siempre estoy seguro de ello —dijo Dallben, con una son risa algo torcida—. Los hombres de Prydain se acostumbraron a confiar en la fortaleza de la Casa de Don igual que un niño se aferra a su madre. Incluso hoy lo siguen haciendo. Math, el Gran Rey, desciende de la Casa de Don, al igual que el príncipe Gwydion. Pero, de momento, eso es todo. Hasta ahora, Prydain ha seguido en paz, todo lo que los hombres son capaces de estarlo. »Lo que no sabes es esto: ha llegado a mis oídos que ha surgido un nuevo y poderoso señor de la guerra, tan poderoso como Gwydion; algunos dicen incluso que más. Pero es un hombre malvado para el que la muerte es un negro regocijo. Se divierte con la muerte como tú lo harías con un perro. —¿Quién es? —preguntó Taran. Dallben meneó la cabeza. —No hay ningún hombre que conozca su nombre, ni que haya visto su cara. Lleva una máscara con astas, y por tal razón le llaman el Rey con Cuernos. No conozco sus propósitos. Sospecho que en todo esto está la mano de Arawn, pero no puedo decir de qué manera. Te lo digo ahora para tu propia protección —añadió Dallben—. Por lo que he visto esta mañana, tienes la cabeza llena de tonterías sobre hazañas de guerra. Sean cuales sean tus ideas, te aconsejo que las olvides. Se acercan peligros desconocidos. Apenas si has llegado al umbral de la edad viril y tengo cierta responsabilidad en cuidar de que llegues a ella, preferiblemente con tu piel intacta. Por lo tanto, no debes abandonar Caer Dallben bajo ninguna circunstancia, ni siquiera para ir hasta la huerta, y menos aún hasta el bosque... Al menos por el momento. —¡Por el momento! —estalló Taran—. ¡Creo que ese por el momento será eterno, y toda mi vida consistirá en hortalizas y herraduras! No chilles —dijo Dallben—, hay cosas peores. ¿Te estás preparando para ser un héroe glorioso? ¿Crees que todo consiste en espadas relampagueantes y galopar a lomos de caballo? En cuanto a lo de glorioso... ¿Qué hay del príncipe Gwydion? —gritó Taran—. ¡Sí! ¡Ojalá fuese como él! —Me temo —dijo Dallben—, que eso está totalmente descartado.

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Portada de Microsoft Word - Taran el vagabundo.doc

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Autor: Administrador

Temática: General

Descripción: —Que así sea. Puedes marcharte a donde quieras. Descubre aquello que el destino te permita averiguar. —Nunca podré agradecértelo lo suficiente —exclamó Taran con alegría haciendo una gran reverencia—. Deja que parta sin más tardanza. Estoy preparado y... La puerta se abrió antes de que pudiera terminar la frase. Una silueta velluda cruzó a toda prisa la estancia y se arrojó a los pies de Taran. —¡No, no, no! —aulló Gurgi con toda la fuerza de sus pulmones, meciéndose hacia atrás y hacia adelante mientras agitaba sus peludos brazos—. ¡Los agudos oídos de Gurgi lo han oído todo! ¡Oh, sí, ellos han escuchado detrás de la puerta y no se les ha escapado nada! —Su rostro se arrugó en una mueca de desesperación y meneó su hirsuta cabeza tan violentamente que estuvo a punto de caerse al suelo—, ¡El pobre Gurgi se quedará triste y solo con sus gemidos y quejidos! —gimoteó—, ¡Oh, Gurgi tiene que ir con su amo, sí, sí y sí! Taran puso una mano sobre el hombro de Gurgi. —Viejo amigo, confieso que me entristecería mucho dejarte aquí, pero me temo que el viaje que me espera puede ser muy largo. —¡El fiel Gurgi seguirá a su amo! —gritó Gurgi con voz suplicante—. ¡Gurgi es fuerte, osado y listo! ¡Él salvará a su bondadoso amo de todo daño! Gurgi empezó a resoplar ruidosamente y sus gemidos y quejas se hicieron aún más desesperados que antes. Taran no se sentía con fuerzas para negarle su deseo a aquella pobre criatura, por lo que se volvió hacia Dallben y le lanzó una mirada de interrogación. Y vio una extraña compasión en los rasgos del hechicero. —No pongo en duda la fortaleza de ánimo y el buen sentido de Gurgi —dijo Dallben—. Es muy posible que el consuelo de su amable corazón te sirva de mucho antes de que tu viaje haya terminado. Sí —añadió lentamente—, si Gurgi así lo desea... deja que vaya contigo. Gurgi lanzó un grito de alegría y Taran, agradecido, se inclinó ante el hechicero. —Que así sea —dijo Dallben—. El camino que vas a recorrer no será fácil, pero has escogido seguirlo y no tienes otra elección. Puede que no encuentres lo que buscas, pero estoy seguro de que volverás siendo un poco más sabio que ahora... Y hasta puede que regreses convertido en un hombre por tus propios méritos. Taran estaba tan nervioso que pasó toda la noche en vela. Dallben había dado su permiso para que los dos compañeros partieran por la mañana, pero las horas que faltaban para la salida del sol le parecieron tan pesadas como los eslabones de una cadena muy gruesa. Su mente ya había formado un plan, pero no habló de él con Dallben, Coll o Gurgi, pues la decisión que había tomado aún le daba cierto miedo. Su corazón lamentaba tener que abandonar Caer Dallben, pero la impaciencia por iniciar el viaje era mucho más fuerte. Había momentos en que tenía la impresión de que su añoranza de Eilonwy y el amor que tantas veces había ocultado o incluso negado estaban creciendo en su interior como las aguas de un torrente montañoso alimentado por las lluvias y se disponían a arrastrarle con su corriente incontenible. Taran se levantó mucho antes del amanecer y se ocupó de Melynlas, el corcel gris de crines plateadas. Dejó a un Gurgi parpadeante que luchaba para contener los bostezos preparando su montura —un pony bajito y corpulento casi tan peludo como él—, y fue al aprisco de Hen Wen. Se arrodilló junto a ella y la rodeó con un brazo. La cerda blanca lanzó un gemido apesadumbrado, como si ya estuviese enterada de la decisión que había tomado. —Adiós, Hen —dijo Taran rascándole la barbilla—. Recuérdame con cariño. Coll cuidará de ti hasta que... Oh, Hen —murmuró—, ¿conseguiré lo que me he propuesto? ¿Puedes decírmelo? ¿Puedes darme alguna señal que me consuele y me permita albergar esperanzas?

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Portada de Microsoft Word - El caldero magico.doc

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Autor: Administrador

Temática: General

Descripción: capucha y un jubón de tela tosca y sin adornos constituían su atuendo. De su cinto pendía Drynwyn, la espada negra. —Bien hallados seáis todos —dijo Gwydion —. Gurgi parece tan hambriento como siempre y Eilonwy está más bonita que nunca. En cuanto a ti, Aprendiz de Porquerizo — añadió, con su rostro curtido por la intemperie suavizado por una sonrisa—, tienes un aspecto algo peor que de costumbre. Dallben ya me ha contado cómo conseguiste esos moretones. —No fui yo quien buscó pelea —afirmó Taran. —Pero la encontraste, pese a todo —dijo Gwydion—. Creo que ése es un rasgo inherente a tu carácter, Taran de Caer Dallben. Pero no importa —dijo, retrocediendo un paso y examinando atentamente a Taran; en sus ojos parecían brillar destellos verdosos—. Deja que te mire bien. Has crecido desde nuestro último encuentro. — Gwydion sacudió la cabeza en un gesto de aprobación, haciendo oscilar su abundante cabellera, que recordaba el pelaje grisáceo de un lobo—. Espero que hayas ganado en sabiduría al igual que en talla: ya lo veremos. Ahora debo prepararme para el consejo. —¿El consejo? —exclamó Taran—. Dallben no dijo nada de ningún consejo. Ni siquiera dijo que fueras a venir aquí. —La verdad es que Dallben no le ha estado diciendo gran cosa a nadie —aclaró Eilonwy. —A estas alturas, ya deberías haber comprendido que Dallben cuenta siempre muy poco de lo que sabe —dijo Gwydion—. Sí, habrá un consejo, y he llamado a otros para que se reúnan con nosotros. —Ya soy lo bastante mayor como para tomar asiento en un consejo de hombres —le interrumpió Taran, emocionado—. He aprendido mucho; he combatido junto a ti, he... —Despacio, despacio —le dijo Gwydion—. Hemos estado de acuerdo en que tendrás un lugar en el consejo. Aunque —añadió en voz más baja y con cierta tristeza en el tono —quizá hacerse adulto no suponga todo lo que tú crees. —Gwydion puso sus manos en los hombros de Taran—. Mientras tanto, debes prepararte. Muy pronto se te confiará una tarea que llevar a cabo. Tal como les había anunciado Gwydion, el transcurso de la mañana trajo consigo otras llegadas. Una tropa de jinetes apareció poco tiempo después y empezó a montar su campamento entre los rastrojos del campo que había más allá del huerto. Taran vio que los guerreros iban armados para combatir y sintió que el corazón le daba un vuelco. Estaba seguro de que también ellos guardaban relación con el consejo de Gwydion. La cabeza, llena de preguntas sin respuesta, le daba vueltas continuamente; se apresuró a dirigirse hacia el campo. Cuando se encontraba a medio camino se detuvo en seco, enormemente sorprendido. Dos figuras familiares se acercaban con sus monturas por el sendero. Taran echó a correr hacia ellas. —¡Fflewddur! —gritó mientras el bardo, con su hermoso instrumento a la espalda, alzaba una mano saludándole—. ¡Y Dolí! ¿Eres realmente tú? El enano de roja cabellera saltó con agilidad de su poni y por un instante le sonrió ampliamente, para recuperar luego su gesto malhumorado de costumbre. Pese a todo, no logró ocultar el brillo de placer que iluminaba sus ojos redondos y rojizos. —¡Dolí! —Taran le dio una palmada en el hombro—. Pensé que no volvería a verte. Me refiero a verte de modo auténtico, ya que habías conseguido el poder de hacerte invisible. —¡Buf! —resopló el enano, vestido con un jubón de cuero—. ¡Invisible! Ya he tenido más que suficiente. ¿Te das cuenta del esfuerzo que requiere? ¡Algo terrible! Me hacía zumbar los oídos, y eso no era lo peor. Nadie puede verte y por lo tanto no dejan de aplastarte los pies o de meterte el codo en el ojo. No, no, eso no es para mí. ¡Ya no podía aguantarlo más!

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